El experimentado piloto Carlos Julio Rodríguez no esperaba que un vuelo de rutina, de esos que hace unas cinco veces al día, terminaría embarcándolo en un viaje al pasado en el que recordaría cuando se libró del inesperado abrazo de la muerte mientras surcaba los aires de la selva amazónica.
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Eran las 11 a. m. del miércoles 8 de octubre de 1986. Carlos, en ese entonces con apenas 25 años, preparaba la avioneta Cessna 180 que le había designado la Comisaría del Vaupés para transportar mercancías y hacer todo tipo de encargos.
La Cessna que volaba Carlos tenía unos ocho metros de longitud y la envergadura de las alas era de poco más de 16 metros. Podían ir cuatro pasajeros sin problema, pero ese día el joven piloto iría solo.
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Detrás de él llevaría el pago de la nómina de los profesores de Pacoa, su lugar de destino, a donde también llevaría 400 litros de Friopack, una bebida gaseosa de ese entonces que se empacaba en cajas de icopor.
Carlos despegó desde Mitú, capital del departamento amazónico del Vaupés. El trayecto tomaría aproximadamente una hora hasta Pacoa.
A los pocos minutos de vuelo el mal tiempo obligó a un joven Carlos a aterrizar. No había dónde hacerlo y él sentía un poco de temor. Sin embargo, logró avistar una improvisada pista de aterrizaje en medio de la espesa vegetación. Era una pista corta conocida como Canadarí.
La selva amazónica es una de las más densas del mundo y alberga especies potencialmente mortales como el jaguar, el felino más grande de América, y especies de insectos venenosos.Foto:
Archivo/EFE
Fue un difícil aterrizaje, pero logró hacerlo sin sufrir daños. Esperó un par de horas hasta que la lluvia cesó, prendió su avioneta de nuevo, esperó que calentaran los motores lo suficiente y regresó al aire. Los profesores de Pacoa lo esperaban y ya tenía unas horas de retraso.
«Solo pasaron 10 segundos desde cuando el avión decoló cuando sentí que el motor perdió fuerza y me iba para el suelo», recordó Carlos.
La altura entre el Cessna y los árboles era muy corta. Él intentó aplicar lo que le enseñaron en la escuela de pilotos, subir la nariz para que el fuselaje golpeara primero, pero no pudo.
La nariz impactó de lleno contra la densa vegetación. Eran árboles de unos 15 metros de alto, recuerda Carlos. La fuerza del choque empujó al motor al interior de la avioneta, al mismo tiempo que la inercia impulsó al joven piloto contra el plexiglás de la ventana.
Carlos chocó con la ventana de avión y con el motor de la misma, el cual era empujado por otra fuerza desde afuera. El golpe le rompió la cara en su totalidad. Su nariz desapareció, se hizo trizas. Sus dientes se rompieron, sus fosas oculares sufrieron fracturas.
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En su parte inferior, la fuerza del motor entrando a la cabina le fracturó las piernas en varias partes y también le causó fuertes golpes en el torso.
El cuerpo de Carlos estaba destrozado, pero su mente estaba al máximo de su capacidad. Como pudo, rompió a golpe de puño los pedazos de plexiglás de la ventana que aún se sostenían. Arrastrándose por el tablero de control logró salir por la parte frontal del fuselaje.
Cuando logró salir estaba sobre lo que debía ser la nariz de su avioneta, pero que ahora era solo el motor ardiente que quemaba sus miembros inferiores. Él asegura no haber sentido ningún dolor en ese momento, no era consciente de la gravedad de sus heridas.
Como pudo se arrastró hasta las alas del Cessna, se acomodó y logró ver que la avioneta que le encargaron estaba atorada entre los árboles del Amazonas y a punto de envolverse en llamas.
Si se quedaba ahí moriría quemado, así que decidió saltar al vacío de 12 metros de caída.
Estuve unos cortos momentos allí en los que me impresioné porque no tenía nariz, solo veía unas burbujas de sangre que me crecían en la cara cuando botaba el aire y luego se reventaban
«Caí sobre un monte mojado. Estuve unos cortos momentos allí en los que me impresioné porque no tenía nariz, solo veía unas burbujas de sangre que me crecían en la cara cuando botaba el aire y luego se reventaban», recuerda Carlos.
Fue un accidente catastrófico. Una avioneta y su carga totalmente destruidas, y un piloto de 25 años con un 70 por ciento de su cuerpo roto y desangrándose con cada segundo que pasaba.
No había salvación, pensó. No obstante, nunca dejó de arrastrar su destruido cuerpo por la selva amazónica. Carlos estaba consciente pero indefenso, y no podía dejar de pensar en cómo acabaría su vida.
Mientras el joven piloto pensaba en su esposa y su familia sintió que algo fuerte lo tomó por las piernas y lo arrastró durante varios minutos. No veía nada. La burbuja de sangre que le crecía en donde debía estar su nariz le impedía saber qué sucedía frente a sus ojos.
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La mayoría del transporte en esta zona selvática de Colombia es fluvial debido a la falta de vías y la cantidad de agua que la atraviesa.Foto:
Juan Diego Buitrago Cano / EL TIEMPO
Llegó a pensar que era arrastrado por un animal. Pero no, esto que lo haló por decenas de metros; luego lo levantó y lo tiró en una hamaca.
El piloto logró aclarar la vista un poco y se percató que estaba en una comunidad indígena y lo habían rescatado de su miseria.
El dolor empezaba a invadir su cuerpo. Los niveles de adrenalina en su sangre descendían al tiempo que el dolor se elevaba. Pero Carlos no podía gritar, sus heridas en el rostro no le permitían arrojar sonido alguno.
Mientras esperaba en la hamaca y recuperaba la sensibilidad en sus manos, notó que a su lado había una anciana indígena. Ella le sobaba las manos y decía algún tipo de rezo en su lengua nativa. El joven piloto no entendía nada y menos entendió cuando los dos hombres le abrieron la boca y le hicieron tragar un brebaje mágico que le quitó todos los dolores en un momento.
En ese entonces, los indígenas de Vaupés utilizaban la coca para todo, por lo que supongo que me dieron alguna bebida con coca
«En ese entonces, los indígenas de Vaupés utilizaban la coca para todo, por lo que supongo que me dieron alguna bebida con coca. Aún la coca no se había pervertido en esa zona como en otras donde ya se cultivaba para convertirla en droga», recuerda Carlos.
Los indígenas poseían un par de canoas a las que le adaptaron dos motores fuera de borda, seguramente se los regaló algún colono que estuvo allí antes, recuerda el joven piloto.
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Un par de indígenas lo subieron en la canoa, prendieron el motor y arrancaron con él por las agitadas aguas del río Apaporis.
Para Carlos el tiempo pasaba lento, él contó al menos cinco horas hasta que la embarcación quedó sin combustible. Algo que él no sabía si agradecer o no, ya que durante el trayecto habían atravesado todo tipo de rápidos en el río y al pequeño bote le entró mucha agua, la cual Carlos no pudo evitar tragar.
El Parque Natural Apaporis, que también es resguardo indígena donde habitan 19 pueblos.Foto:
Fundación Gaia Amazonas
Al igual que su mente se mantenía activa, su suerte también. La embarcación se quedó sin combustible justo al lado de un poblado donde conocían al piloto y cuando los indígenas fueron por ayuda, una mujer a quien el joven piloto había ayudado en alguna ocasión del pasado, les ayudó con combustible para que siguieran su camino hasta Pacoa.
Pocas horas después -unas cinco en total alcanzó a contar Carlos- y cuando ya la noche estaba por caer, la gasolina se acabó de nuevo. La lancha se detuvo al lado de una cabaña donde un antioqueño los ayudó con más combustible y les dio comida a los indígenas.
Con este nuevo impulso de generosidad y combustible lograron llegar a Pacoa, el destino original del piloto. Allí esperaban que los médicos pudiesen atender al destrozado aviador, pero justo ese día todo el personal de salud había salido de correría a atender a comunidades aledañas.
Alguien del pueblo recibió a Carlos, pero lo único que pudo hacer por él fue moler unos analgésicos y dárselos con un poco de agua. Eso posiblemente dio igual, pues el piloto seguía sin sentir nada, la coca aún tenía efecto en su sistema nervioso.
La única forma de sacar de Pacoa a Carlos era en el helicóptero de la Policía, pero este se encontraba sin combustible.Era inevitable, el piloto debió pasar la noche allí, con casi todo su cuerpo destruido y sin atención médica.Regreso a la vida
Fueron largas las horas de esa noche en las que Carlos no pudo dormir, no dejaba de pensar si saldría o no de esa situación; si volvería a caminar, por ejemplo.
El sol asomó sobre la húmeda selva amazónica con la noticia de que el piloto de un DC-3 de Villavicencio tenía un itinerario de vuelo muy ocupado pero que justo llegaría a Pacoa para entregar una carga ese jueves. El piloto fue informado del grave estado de salud de Carlos y adelantó el vuelo para auxiliar a su colega.
Así fue como Carlos pudo dejar Pacoa para ir a un lugar donde lo atendieran, en este caso era Villavicencio.
Durante el vuelo, el mal tiempo volvió a hacer presencia. Un aguacero horrible zarandeó ese avión, pero como el DC-3 es bastante grande y fuerte, no afectó mucho el vuelo.
«Llegué a Villavicencio y un amigo piloto de Satena estaba esperando para subirme a su vuelo y llevarme a Bogotá», recuerda Carlos.
Cuando aterrizó en El Dorado, lo estaban esperando su hermano y su papá. Ellos lo llevaron de urgencias a la clínica Marly, donde el doctor Mantilla le reconstruyó la cara.
Fueron siete horas de cirugía. Me quitaron parte de las costillas para hacerme un nuevo tabique y los cartílagos de la nariz
«Fueron siete horas de cirugía. Me quitaron parte de las costillas para hacerme un nuevo tabique y los cartílagos de la nariz. Me pusieron unas platinas en la cara, alrededor de los ojos. En las piernas me operaron y me enyesaron para que no se movieran», explica Carlos.
La recuperación le tomó un año. Todo un año hospitalizado para luego estar seis meses más en silla de ruedas mientras aprendía a caminar de nuevo como si fuese un bebé. Tras ese año y medio, el doctor le dijo que ya podía utilizar muletas para caminar y desplazarse mejor.
En todo ese tramo de recuperación, su padre le hizo jurar que jamás volvería a pilotear un avión. Carlos se lo juró. Pero, tras dos meses en muletas, cuando sintió que ya podía caminar sin problema, tomó sus cosas y se fue.
Llegó hasta Apartadó, donde consiguió un nuevo trabajo como piloto. Esta vez como le gustaba, nada de cargas ni mandados, iba a fumigar cultivos de banano.
Ese empleo lo tiene hasta hoy en la fumigadora Sanidad Vegetal Cruz Verde, ahora en Ibagué.
Ese accidente que casi acaba con su vida fue el primero de todos. A ese le siguieron 15 siniestros más, pero nunca ha resultado herido de nuevo. En todos y cada uno de sus accidentes posteriores, Carlos logró controlar la situación y aterrizar exitosamente. Algunas veces la avioneta sufrió daños graves, otras veces leves, pero Carlos ha salido ileso.
Carlos Julio Rodríguez nunca dejó de volar y ya acumula 38 años de experiencia surcando los cielos de Colombia.Foto:
Archivo particular
Su accidente más reciente ocurrió en noviembre del 2019. En ese incidente en noviembre de 2019, Carlos recordó -al igual que en los 15 anteriores- el día cuando casi muere por disfrutar de lo que más le gusta hacer, volar sobre los campos de Colombia.
Al día de hoy, las secuelas de aquel trágico accidente de 1986 aún molestan a Carlos. A veces el frío le causa fuertes dolores en sus reconstruidos tobillos, su cara le duele por las platinas y tiene la nariz torcida.
«No pude jugar fútbol más nunca y a veces me duele todo. Pero ya, nada grave», dice Carlos, en tono de broma.
Las secuelas de cuando la muerte lo tocó en el cielo lo acompañarán para siempre, pero también la historia de cómo logró escapar de ella.
Hoy en día, Carlos, ya con 58 años, vuela casi todos los días por su trabajo de fumigador aéreo en un Piper PA-25 Pawnee, propiedad de la empresa fumigadora Sanidad Vegetal Cruz Verde.
Pero para él volar no es un empleo, es una forma de libertad y felicidad. Por eso no pudo cumplir la promesa a su padre, si lo hacía no hubiese sido feliz.
DUVÁN ÁLVAREZ D.
Redactor de Nación
EL TIEMPO
*Esta historia es la cuarta entrega de la serie ‘Sobrevivientes: cuando el deseo de vivir es más fuerte’. Espere un relato cada miércoles.Más historia de la serie Sobrevivientes
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